jueves, 22 de abril de 2010

Amor descabellado

Me estreno en este espacio (tan rodeado de buena compañía) con un relato que escribí hace un tiempo y que incluso con el paso del tiempo, sigue gustándome:

Cierra los ojos y se acomoda. Sonríe, lleva esperando mucho tiempo para hacerlo. Siente cerca sus caderas. Las nota, las siente. El roce de su falda contra su mano estratégicamente colocada. Ella se acerca. Le habla. Él asiente. No le importa lo que dice. Hace un chiste. Ella ríe. Mereció la pena el ensayo. Mira al frente, ahí están ambos. Le gusta como quedan en el cuadro. Debería ser así siempre. Ella empieza, él se deja. Siempre lo hace, es lo que toca. Le dice que tranquilo, que no va a hacerle daño. Él sonríe, está tenso, se lo nota. Es que ella está muy cerca. Toma aire, parpadea. Cierra los ojos, suspira. Agacha la cabeza. Ella susurra, canturrea. Él se alegra. Le acaricia el cuello con sus manos, siente sus dedos finos, largos, manicura francesa de perfil inmaculado. El corazón le late, lo hace siempre, pero ahora con más fuerza. Se le seca la boca, se le hincha el pecho, parece que el aire no le entra. Un escalofrío le recorre la espalda. Ella ríe, le toca. Ahora palpa sus orejas, después la quijada, la cara, le acaricia también la frente. Él se deja. No se mueve, porque es ella la que manda. No se ven muy a menudo, pero él ya la conoce. Sabe lo que le gusta que le haga; así pues, no dice nada. Se relame, tap tap, y ahora le toca. En su nuca, con latidos, unos golpes bienhallados y el júbilo en su pecho. Y en otras partes. Se sonroja. Él no sabe si lo nota. Ella canta. Él sonríe. Siente que su masculinidad explota y ella sigue con sus manos, le roza, le perfila, le adereza, le acosa. Él no puede. Se levanta. Ella le coloca, dice que aún no ha terminado. Él se deja, ya le ha dicho, hoy es ella la que manda; pero ella no sabe, ni lo nota y él no quiere que lo haga. Está nervioso, se acomoda, cruza las piernas, se moja. Es su hombría, que ha estallado. Él sonríe, disimula, pero ella sigue retocando. Se muerde el labio, no está conforme. Siente que le está torturando. Se arrepiente, se levanta. Ella dice que ya está, que ha terminado, que son doce con cincuenta. Él la mira, le paga, sale huyendo por la puerta. Se reprende; una vez más la ha fastidiado, Pero es su placer, su santuario. Y no debe, eso lo sabe y aún así no puede evitarlo. Pero sólo ocurre una vez, una vez cada mes y medio. Lo justo, aunque unas veces más y otras menos. Depende del dinero. Se mira al espejo, se atusa el pelo, la recuerda, todavía huele a ella, se encoge de hombros, frunce el ceño, se maldice y se despeina. Nunca debió haberse enamorado de la peluquera.

1 comentario:

  1. Muy bueno Fer. Me encantó. Qué alegría que te hayas estrenado en el blog. A partir de ahora, te quiero ver con más asiduidad.

    Un beso.

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